De pronto se oyó la puerta de la
entrada. Se miraron fijamente.
-
Es ella, rápido.
Sin decir nada más saltó de la
cama y rebusco sus bragas por el suelo, se vistió a toda prisa y le robo un último
beso antes de saltar por el balcón en el último momento, justo antes de que la
puerta del dormitorio se abriera y la mirada más dulce del mundo iluminara
aquella cama.
La hierba amortiguo su caída y
echo a correr entre las sombras con una sonrisa ladeada en su cara. Cuando
estuvo lo bastante lejos se infiltro entre la gente que paseaba y repaso el carmín
de sus labios, notaba las miradas en su escote y en su culo pero no devolvía
ninguna y se escondía tras sus rayban como si nada la afectase.
Ella era totalmente consciente de
lo que provocaba en los hombres, su sensualidad explicita les hacía perder la
cabeza y olvidarse de todo lo que amaban o habían amado, su carácter les atraía
hacia ella al igual que un insecto se acerca peligrosamente a la luz. Ella era
la amante perfecta, esa a la que todos quieren tirarse pero nadie abraza por
las noches, y lo sabía, llevaba mucho tiempo sabiéndolo, y sabía que mientras
no lo olvidara todo iría bien.
Solo había amado una vez, y había
sido demasiado intenso para ella. Las marcas de sus muñecas aun la recordaban
el peligro que supone arriesgar el
corazón, por eso ya nunca dormía con nadie, por eso jamás decía “te quiero”.
Al entrar en casa tiro los
tacones contra la pared agotada de tanta altura. Se sentó en el sofá y encendió
su ordenador, allí estaban los últimos mensajes que la habían mandado. Solo recibía
mensajes de hombres, y podrían clasificarse en dos tipos: los que pedían
consejo sobre cómo arreglar sus parejas, y los que la proponían quedar a tomar
una copa; normalmente se entremezclaban y lo que empezaba como una súplica de
ayuda acababa con una proposición aparentemente inocente. Recorrió todas las
conversaciones buscando lo único que podía sacarla una sonrisa en aquel
momento. Encendió un cigarro a la que miro la hora, las tres de la mañana de un
sábado, solo había dos opciones: o estaba al otro lado de la pantalla o tirándose
a alguna.
Espero tres cigarros y una copa
de ron mientras se miraba las uñas y sin previo aviso llegó lo que esperaba, la
luz de los mensajes se encendió y soltó el humo con una pequeña sonrisa.
Pensareis que estaba enamorada, y
no podríais estar más equivocados, ella no podía enamorarse porque jamás había
dejado de estar enamorada del que le rompió el corazón, pero había algo en aquel
chaval que la hacía sonreír. Seguramente fuera su inocencia o la forma que
tenía de mirarla lo que hacía que mereciera la pena hablar con él, quizás fuera
saber que aquello tan solo era una imposibilidad, que no había peligro hasta
que no hubiera contacto, que mientras solo fuera una luz amable en la pantalla
solo podía iluminarle la vida.
En ese momento el mensaje más
importante de su vida llego:
-
Estoy en la ciudad… ¿Nos vemos?
Trago saliva y encendió otro
cigarro necesitando sentir el humo quemándola en los pulmones, necesitando algo
que la recordara que seguía viva y que su sangre no se había congelado en ese
mismo segundo. Solo había una respuesta posible.
-
En el hotel de la plaza, habitación 105. Te espero.
Cerró el ordenador de un golpe y
dio un largo suspiro. Se sirvió otra gran copa y volvió a calzarse los tacones
negros.
Camino sin prisa hasta el lugar
de encuentro, pago la habitación y le espero de pie junto a la cama, sus manos
temblaban y los cigarros se consumían en sus labios mientras esperaba ansiosa a
tenerle entre sus piernas. Llevaba tiempo pensando en cómo sería la voz que
susurraba aquellas dulces palabras y el miedo a la decepción era palpable.
La puerta se abrió despacio y
todo sucedió tan deprisa y tan despacio como era de esperar, la lujuria se mezcló
con la dulzura y con una sensualidad que solo ella sabía poner a la vida. Por
primera vez en mucho tiempo se permitió descansar en los brazos de un hombre a
sabiendas de que las excepciones nunca se repiten y que los errores se pagan en
sangre.
A la mañana siguiente volvió a la
calle, en sus ojos las rayban, en sus labios el carmín, y en sus uñas la sangre
de aquel que había cometido el error de tocarla el corazón.
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