domingo, 10 de marzo de 2013

Flores perdidas.

Las luces caían sobre su melena negra que se movía al ritmo de sus caderas, suave y sensual como un gato que busca su presa. Consciente de que todas las miradas se clavaban en ella cerró los ojos y se dejó llevar por aquella voz rota que invitaba a bailar, a amar y a gemir. Y así siguió bailando, sin preocuparse por nada ni por nadie, disfrutando de las miradas de todos aquellos que deseaban capturarla pero sin conseguir que su corazón bailara como había hecho antaño. Poco a poco se dio cuenta de que cada vez la importaba menos que ellos la miraran, que no conseguía sentirse deseada por mucho que bailara, que sus miradas ya no la excitaban, poco a poco se fue dando cuenta de que si no le sonreía él nada la valía.
Bailo con unos y con otros y su lengua se perdió en otras bocas con desesperación, buscando que al abrir los ojos fuera él el que estuviera mirándola, buscando olvidarle en otros labios.  A minutos deseaba estar con él para evitar ese dolor en el pecho, durante horas deseaba no tener alma para poder volar lejos de aquel dolor, deseaba besarle a cada segundo pero cuando estaban juntos necesitaba cortarle las ilusiones para que no se pensara que estaba enamorada. No quería quererle y se repetía a cada minuto que no le amaba, que no eran nada, que solo era un juguete más, pero con cada cigarro que le robaba su indiferencia volaba alta.
Salió del bar desafiante y miro a la luna a los ojos mientras miles de preguntas golpeaban su cabeza sin dejarla apenas respirar. Se encendió un cigarro por el simple placer de sentir el humo quemando sus pulmones. Recordó aquella noche en la que se había dado cuenta de que aquello ya no era un juego, que el juego se la quedaba grande y que en ese laberinto no había cuerda que valiese. Aquella noche él se había hecho el dormido y por eso se había permitido el lujo de besarle la frente, se hizo la dormida y él sin notarlo la aparto el pelo suavemente mientras la miraba con una mezcla de pena y cariño para acto seguido permitirse susurrarla muy bajito “te quiero mi pequeña”. Ella se hizo la dormida y prefirió no decir nada.
Aún maldecía ese minuto que cambio su vida, se maldecía a si misma por no haberle echado de la cama en ese mismo momento, por haber permitido que la llamara al día siguiente, por no haberle robado la cartera, y sobre todo, más que por ninguna otra cosa, se maldecía por haberle dejado tocarla el corazón. La habían prometido el cielo tantas veces, y ella ahora solo quería sus manos en su cintura rodeándola y acariciándola suavemente mientras la bajaban despacito los pantalones, una mirada suya bastaba para hacerla sonreír y era por eso que intentaba no mirarle. Ella no sonreía, no podía permitirse ese lujo, ella no era una princesa y jamás había deseado serlo, y por mucho que lo intentase no podía olvidar las palabras de su madre la noche en la que murió: “no te enamores pequeña, primero te besaran el alma y luego te romperán las costillas”.
Salto hasta el tejado y empezó a caminar hacia casa, sus ojos felinos refulgían en la oscuridad silenciosa que abrazaba el sonido de sus tacones al caminar. No podía dejar de preguntarse qué estaba haciendo, porque se había dejado engañar y sobre todo, no podía dejar de preguntarse cuál era el antídoto para aquel veneno que sin duda la llevaría a la muerte más agónica y cruel. ¿Cómo había podido permitirse enamorarse? ¿Cómo había sido tan idiota? Ni que la vida no la diera ya suficientes problemas, ni que conseguir algo que llevarse a la boca no fuera ya bastante labor como para tener que ocuparse ahora de palabras de amor y corazones acelerados. Tenía que sacarle de su vida, de su mente y de su alma, bebería hasta que el alcohol quemara su corazón y fumaria hasta que el humo se llevara los sentimientos lejos, más allá de Plutón.
Ella no estaba hecha para él, no estaba hecha para nadie… Ella estaba hecha para volar alto, maullar a la luna y arañar corazones hasta que no necesitara más el pintauñas rojo. Ella estaba hecha para cumplir sueños, para la libertad… El amor no es compatible con la libertad, se repetía una y otra vez, el amor es una jaula y a las gatas nadie nos encierra, nunca, jamás. Ella no estaba hecha para recibir flores ni caricias, sus oídos no habían sido creados para escuchar te quieres, ni sus ojos para leer cartas de amor… ¿Verdad?
Entro en la casa vacía y se cambió de ropa quedándose con una camisa larga y sus tacones altos, se puso una copa y se sentó en el sillón dispuesta a continuar escribiendo aquello que nadie leería, las aventuras de una niña a la que no la dejaron jugar. Bebía despacio dispuesta a olvidarle, a dejar su mente volar lejos de su corazón para no volver a él jamás. Un ruido la despertó de su ensoñación y camino despacio hasta su cuarto. Al abrir la puerta se encontró con las ventanas abiertas, el viento movía suavemente las cortinas raídas que la protegían del sol en los días de tristeza, y sobre la mesita de noche un pequeño ramo de rosas que alguien había dejado hacía apenas unos segundos. Se acercó despacio al ramo sin entender nada y las flores la miraron sonriendo, si ella no estaba hecha para recibir flores ¿Qué hacían ellas ahí?
Quiso echarse a llorar, quiso tirar las flores, quiso salir a buscarle y partirle la cara por ese atrevimiento; colarse en su casa de esa manera ¿pero quién se había creído aquel niñato prepotente con su media sonrisa y su chaqueta de cuero?, dejarla rosas a ella, ¡a ella! Pero no pudo, por mucho que lo intento solo pudo sonreír y cerrar los ojos con fuerza.

Aquello debía acabar y pronto.

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