miércoles, 20 de junio de 2012

La primera noche.

Él tenía esa costumbre, esa maldita costumbre de entrar sin llamar, como si el mundo fuese suyo y el aire tuviera que agradecerle entrar en sus pulmones. Entraba borracho, le gustaba aquella tradición, y se sentó en el sillón frente al fuego. En silencio y sin mirarla empezó a tallar un cacho de madera, con trazos bastos creaba una figura obscena que se asemejaba al pecho de ella. De pronto recordó, la miró fijamente y se dio cuenta de que estaba desnuda, una sonrisa se torció en su rostro mientras se relamía despacio.
-                    Matar príncipes te pone cachonda eh, princesita – La última palabra la dijo con un deje de asco – Estas mucho más guapa sin ese estúpido vestido de niña bien.
-                     Déjame en paz, no estoy de humor – murmuro ella entre el humo que salía de sus labios.
El silencio reinó de nuevo unos instantes, las gotas se colaban por las viejas vigas del tejado y resonaban contra algunas cacerolas que Cenicienta había colocado estratégicamente, parecían componer una bella sinfonía que empezaba a recordarla a tiempos mejores, tiempos donde sus noches consistían en bailes de amor y lujuria, tiempos en los que aquellos ojos verdes aún no habían sido consumidos por la desidia. Cogió de una estantería una de las pocas cosas que aún la hacían sonreír, uno de esos libros tan estúpidamente románticos que nadie en su sano juicio podría creer del todo, y se sentó de nuevo, dejando que su melena rubia cayera desordenada sobre sus pechos.
-                     ¿Se puede saber que haces ahora? – La voz de él carecía de interés, pero sus ojos la recorrían de arriba abajo deteniéndose entre sus piernas.
-                     Leer.
-                     Acabaras llorando con esas estúpidas historias de amor, sigues siendo una estúpida princesa que cree en los cuentos de hadas.
Quiso ignorarle, quiso hacer como que no le hubiese oído, pero algo en su interior se rompía a cada segundo. Alzó la mirada buscando al hombre del que estaba enamorada y solo encontró un rastro de aquello que había sido, apenas una sombra que caminaba en un mundo de alcohol  y nieve. Él no era indiferente a esa mirada y notó perfectamente como los ojos de ella se empañaban por un segundo, se acercó a ella y la quito el libro tirándolo contra el suelo.
-                     Cenicienta, mi pequeña cenicienta con su piel de marfil y sus ojos tristes – susurró pegado a su rostro, su aliento apestaba a alcohol y sus pupilas estaban tan dilatadas que nada quedaba ya de aquellos ojos que tanto anhelaba.  Ella aparto el rostro y respiró hondo, sabiendo lo que quería volvió a mirarle.
-                     Hoy no, no estoy de humor.  – Sabía que sus palabras serían inútiles, que acabaría allí de nuevo, con él entre sus piernas, con su aliento en la boca.
No dijo más, tan solo acerco sus labios a ella y la beso profundamente, pero no había ningún tipo de sentimiento en ese beso. Era un beso torpe, húmedo, un beso que invadía su boca ansiosamente y la ahogaba despacio. Se dejó hacer, ¿acaso tenía otra opción? Era por él por quien había abandonado todo, por quien había matado y por quien moriría, era con él con quien soñaba cuando faltaba, por quien pasaba noches en vela…
Se desnudó sin ceremonias, acaricio sus piernas, sus muslos, sus pechos, buscó prepararla por una cuestión de comodidad, y sin más preámbulos separó sus piernas para entrar en ella. Cenicienta ahogo un gemido leve, mezcla de dolor y de placer, y se dejó hacer con emoción fingida. Sus gemidos eran tan falsos que habría ganado el Oscar a mejor actriz secundaría, pero no había nadie allí para ver su gran actuación en tan penosa situación. Se encaramo a su cadera con las piernas, intentando marcar el ritmo, buscando el placer que añoraba de otros tiempos, pero él gruñó descontento y decidió que era mejor cesar su empeño y buscar el placer perdido a solas.
Todo acabo como suelen acabar estas cosas, con un gruñido de él y un orgasmo más falso que los peces de barro. Se separaron y ella le miro, sus ojos hablaban por ella y le preguntaban a gritos si aún la amaba o si se había convertido en un mueble más para él, pero sus ojos opacos no contestaron. Deshecha se levantó, se puso las bragas sin cuidado alguno y con unos vaqueros sencillos y sus zapatos de cristal, salió a la calle en silencio. Le dejó con su soledad, con sus botellas y su cocaína, y a él le falto tiempo para tirar a Werther al fuego sin hacer uso de los remordimientos.
Caminó calle abajo quemando un cigarrillo tras otro, disfrutando de la lluvia que cubría sus lágrimas y la hacía sentir viva. Llegó hasta la taberna y entró como si fuera suya y todo lo de dentro la perteneciera, se sentó en la barra ocultándose de las luces que iluminaban las mesas y cerveza tras cerveza fue dejando que sus pensamientos se disipasen lentamente. Las horas se sucedieron despacio entre chupitos de tequila y pequeños cigarrillos que nunca se acababan, la tranquilidad invadía de nuevo su cabeza dejando a un lado el desorden de su corazón.
Desde el otro lado de las sombras, unos ojos oscuros la observaban curiosos, expectantes. Cuando se quiso dar cuenta, una copa del más dulce licor reposaba entres sus dedos, miró al camarero preguntándole el por qué de aquel obsequio, pero la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros y una nota escrita en la letra más delicada que jamás había visto “Ninguna princesa, por revolucionaría que fuera, debería llorar”.  





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