Él tenía esa costumbre, esa maldita costumbre de entrar sin llamar, como
si el mundo fuese suyo y el aire tuviera que agradecerle entrar en sus
pulmones. Entraba borracho, le gustaba aquella tradición, y se sentó en el sillón
frente al fuego. En silencio y sin mirarla empezó a tallar un cacho de madera,
con trazos bastos creaba una figura obscena que se asemejaba al pecho de ella.
De pronto recordó, la miró fijamente y se dio cuenta de que estaba desnuda, una
sonrisa se torció en su rostro mientras se relamía despacio.
- Matar príncipes te pone cachonda eh, princesita –
La última palabra la dijo con un deje de asco – Estas mucho más guapa sin ese estúpido
vestido de niña bien.
-
Déjame en paz, no estoy de humor – murmuro ella
entre el humo que salía de sus labios.
El silencio reinó de nuevo unos instantes, las gotas se colaban por las
viejas vigas del tejado y resonaban contra algunas cacerolas que Cenicienta había
colocado estratégicamente, parecían componer una bella sinfonía que empezaba a
recordarla a tiempos mejores, tiempos donde sus noches consistían en bailes de
amor y lujuria, tiempos en los que aquellos ojos verdes aún no habían sido
consumidos por la desidia. Cogió de una estantería una de las pocas cosas que
aún la hacían sonreír, uno de esos libros tan estúpidamente románticos que
nadie en su sano juicio podría creer del todo, y se sentó de nuevo, dejando que
su melena rubia cayera desordenada sobre sus pechos.
-
¿Se puede saber que haces ahora? – La voz de él
carecía de interés, pero sus ojos la recorrían de arriba abajo deteniéndose entre
sus piernas.
-
Leer.
-
Acabaras llorando con esas estúpidas historias
de amor, sigues siendo una estúpida princesa que cree en los cuentos de hadas.
Quiso ignorarle, quiso hacer como que no le hubiese oído, pero algo en su
interior se rompía a cada segundo. Alzó la mirada buscando al hombre del que
estaba enamorada y solo encontró un rastro de aquello que había sido, apenas
una sombra que caminaba en un mundo de alcohol y nieve. Él no era indiferente a esa mirada y
notó perfectamente como los ojos de ella se empañaban por un segundo, se acercó
a ella y la quito el libro tirándolo contra el suelo.
-
Cenicienta, mi pequeña cenicienta con su piel de
marfil y sus ojos tristes – susurró pegado a su rostro, su aliento apestaba a
alcohol y sus pupilas estaban tan dilatadas que nada quedaba ya de aquellos
ojos que tanto anhelaba. Ella aparto el
rostro y respiró hondo, sabiendo lo que quería volvió a mirarle.
-
Hoy no, no estoy de humor. – Sabía que sus palabras serían inútiles, que acabaría
allí de nuevo, con él entre sus piernas, con su aliento en la boca.
No dijo más, tan solo acerco sus labios a ella y la beso profundamente,
pero no había ningún tipo de sentimiento en ese beso. Era un beso torpe, húmedo,
un beso que invadía su boca ansiosamente y la ahogaba despacio. Se dejó hacer, ¿acaso
tenía otra opción? Era por él por quien había abandonado todo, por quien había
matado y por quien moriría, era con él con quien soñaba cuando faltaba, por quien
pasaba noches en vela…
Se desnudó sin ceremonias, acaricio sus piernas, sus muslos, sus pechos,
buscó prepararla por una cuestión de comodidad, y sin más preámbulos separó sus
piernas para entrar en ella. Cenicienta ahogo un gemido leve, mezcla de dolor y
de placer, y se dejó hacer con emoción fingida. Sus gemidos eran tan falsos que
habría ganado el Oscar a mejor actriz secundaría, pero no había nadie allí para
ver su gran actuación en tan penosa situación. Se encaramo a su cadera con las
piernas, intentando marcar el ritmo, buscando el placer que añoraba de otros
tiempos, pero él gruñó descontento y decidió que era mejor cesar su empeño y
buscar el placer perdido a solas.
Todo acabo como suelen acabar estas cosas, con un gruñido de él y un
orgasmo más falso que los peces de barro. Se separaron y ella le miro, sus ojos
hablaban por ella y le preguntaban a gritos si aún la amaba o si se había
convertido en un mueble más para él, pero sus ojos opacos no contestaron.
Deshecha se levantó, se puso las bragas sin cuidado alguno y con unos vaqueros
sencillos y sus zapatos de cristal, salió a la calle en silencio. Le dejó con
su soledad, con sus botellas y su cocaína, y a él le falto tiempo para tirar a
Werther al fuego sin hacer uso de los remordimientos.
Caminó calle abajo quemando un cigarrillo tras otro, disfrutando de la
lluvia que cubría sus lágrimas y la hacía sentir viva. Llegó hasta la taberna y
entró como si fuera suya y todo lo de dentro la perteneciera, se sentó en la
barra ocultándose de las luces que iluminaban las mesas y cerveza tras cerveza
fue dejando que sus pensamientos se disipasen lentamente. Las horas se
sucedieron despacio entre chupitos de tequila y pequeños cigarrillos que nunca
se acababan, la tranquilidad invadía de nuevo su cabeza dejando a un lado el
desorden de su corazón.
Desde el otro lado de las sombras, unos ojos oscuros la observaban
curiosos, expectantes. Cuando se quiso dar cuenta, una copa del más dulce licor
reposaba entres sus dedos, miró al camarero preguntándole el por qué de aquel
obsequio, pero la única respuesta que obtuvo fue un encogimiento de hombros y
una nota escrita en la letra más delicada que jamás había visto “Ninguna princesa, por revolucionaría que
fuera, debería llorar”.
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