[Lieselotte Moritz]
Aún recuerdo el último 12
de agosto. Ajenos al mundo, perdidos en aquella cama, tú veías como la luz entraba por las ventanas
y, colándose por las sabanas, acariciaba nuestra piel. Yo, sin embargo, me
hacía la dormida con los ojos cerrados.
-
Yo
también te quiero – susurre en respuesta a tus caricias.
Me encantaba esa manía tan
tuya de escribir con tus dedos en mi piel, a veces solo eran tonterías y otras las
más bellas declaraciones de amor escondidas en un simple “te quiero”.
-
Pensé
que dormías.
Noté cierta culpabilidad
en tus palabras y no pude evitar sonreír. Te miré y no pude menos que robarte
un beso al ver tus ojos grises brillar enamorados. Tus brazos se cernieron a mi
cintura pegándome más a ti mientras aprovechabas ese acercamiento para besarme.
Tus labios acariciaban los míos suave pero profundamente, haciendo que todos
los problemas de nuestro alrededor se esfumaran como pequeñas volutas de humo.
Nada importaba excepto nuestras pieles. ¿Qué podía importarnos en aquellos
momentos el mundo que nos rodeaba? La guerra había acabado y todos empezábamos
a olvidar las desgracias que nuestros padres habían avalado y, aunque todavía
sufriéramos en nuestras carnes el acoso económico de las potencias, los
atardeceres eran lo demasiado hermosos como para pensar en el futuro. Aquellos momentos eran nuestros y éramos
demasiado jóvenes como para pensar que podrían arrebatárnoslos.
Quizás si hubiera sabido
lo que iba a ocurrir, no te hubiese dejado abandonar la casa aquella tarde. Te
habría retenido entre mis brazos y mis besos, mis piernas y mis brazos se
hubieran abrazado a ti como una serpiente se encarama al árbol que van a tirar y
hubiese tapiado puertas y ventanas para que ni la luz del sol nos pudiera
molestar. Pero como todos los sábados al atardecer, me puse el sombrero y el
vestido de lino blanco para que el sol no me molestase, las ondas rubias de mi
pelo se asomaban rebeldes a mi rostro y tú
te reías de ello mientras ajustabas tus tirantes. Caminamos por el camino que
llevaba desde mi casa hasta la tuya, las flores que habían crecido durante la
primavera aún nos brindaban un suave aroma y la hierba era tan verde que no
pude resistirme a quitarme los zapatos y correr sobre el como una chiquilla.
Corría delante de ti burlándome de tu lentitud mientras me mirabas sin dejar de
sonreír, y entonces me frenaba y me quedaba mirándote como una verdadera
estúpida, cegada por los rayos de sol que se reflejaban en tu pelo y en esa
sonrisa tuya que eclipsaba a todos los actores del celuloide.
Al llegar a tu casa nos
paramos a hablar en el porche hasta que las primeras estrellas alumbraron el
cielo. Se nos hacía tarde como siempre pero afortunadamente ningún peligro
había entre tu casa y la mía. Un suave beso fue nuestra despedida y mil
palabras de amor y promesas de encontrarnos al día siguiente aprovechando que
el verano aún no había acabado y los arboles aún podían proporcionarnos su sombra.
Cuando volví a casa, aun saboreando tus labios, me pregunté si la felicidad
tenía limite y como era posible que nosotros ya la hubiésemos traspasado y,
durante apenas un segundo, el corazón se me paró ante la posibilidad de que
nuestra historia tuviera un final. Pero en
un corazón joven no hay espacio para la tristeza y, para cuando volví a
aquella cama testigo de nuestro amor, la tranquilidad había vuelto a asentarse
en mi corazón.
Aun no comprendo como
nadie se dio cuenta de lo que sucedió, pero el silencio se hizo cómplice de la
barbarie y solo al despertar pude notar que algo no funcionaba como
debiera. Asustada ante el silencio que
reinaba por los alrededores, prisa lleve a cabo mis tareas dominicales y me
preparé para ir a la iglesia. Pero al salir de casa, pude notar como la
felicidad iba abandonando lentamente mi ser. Ante mí, un gran muro se alzaba,
un muro que rompía dos el camino entre tu casa y la tuya, que aplastaba las
flores que tantas veces habíamos admirado, un muro infinito cuyo final no
alcanzaba a ver.
Corrí hacía él, el vestido
azul se movía al son de mis pasos y mi pelo, más rebelde que nunca, se escapaba
del prieto moño en señal de protesta. Las lágrimas luchaban por salir de entre
mis ojos, sin embargo en el fondo de mi corazón aún quedaba un resquicio de
esperanza. Nos dejarían salir, creía, nos dejarían unirnos el uno al otro
aunque para ello tuviésemos que casarnos, pero daba igual, formaríamos una
familia, trabajaríamos duro y viviríamos con lo mínimo en tu lado o en el mío,
bajo un gobierno u otro, daba igual mientras estuviésemos juntos. Pero mis
esperanzas no tardarían en ser ahogadas. Un soldado caminaba en mi lado del
muro, quizás en el tuyo fuese igual, me acerque a él haciendo lo imposible por
no llorar y le pregunte por la puerta, me miro a los ojos y no dijo ni una sola
palabra. “La puerta”, repetí, “¿dónde está la puerta al otro lado? La puerta
del muro”. Su silencio dolía más que mil
cuchillas clavándose en el corazón, y por respuesta tan solo obtuve una
negación silenciosa.
Apenas recuerdo más de
aquella mañana. Sé que volví a casa y me tumbe en la cama en silencio. Notaba
las lágrimas ardiendo mis ojos y mi garganta pero no podía siquiera llorar.
¿Qué sería de mí sin ti? Sin tus besos, ni tus caricias mi horizonte había
perdido todo el sentido. Los siguientes días fueron iguales, una sucesión de
días en los que el sol no brillaba o quizás sí, si lo hacía, no me importaba.
Una mañana tras otra iba a la librería y me ocultaba tras los estantes para que
los clientes no huyeran ante mi desesperación, las tardes, por otro lado, las
pasaba ante ese maldito conjunto de hormigón, esperando una solución,
suplicando piedad a los dioses sacros y paganos, un milagro que derribará
aquella construcción y me permitiese siquiera perecer entre tus brazos.
Mi corazón me había
condenado y sabía que no podría sobrevivir a esa situación. Con el corazón en
un puño escribí la primera carta y la guarde en el bolsillo de tu vestido
favorito, ese que al caminar se levantaba un poco y tu decías que parecía
flotar con él. De nuevo era sábado pero esta vez el cielo lloraba tu ausencia y
las nubes se cernían en torno a una casa que nunca había sido tan gris. Volví
al muro y busque al guardia durante unos minutos. No voy a engañarte amor, con
el paso de las tardes había notado como cambiaba su forma de mirarme, la pena
había dado paso a la curiosidad y la curiosidad al deseo, pero, por favor, no
te equivoques pues yo jamás tuve el corazón suficiente como para albergar otra
sonrisa que no fuese la tuya. No podía desaprovechar esa oportunidad de
comunicarme contigo y sabía que el contacto entre las dos facciones estaba
prohibido.
Hablé con él por largo
rato. Se llamaba Hans y apenas acababa de cumplir los 30 años. No era mala
persona de verdad, tan solo le habían entrenado para cumplir las órdenes de sus
superiores, para odiar lo que ellos odiaban sin pensar en las consecuencias.
Sus ojos intentaban ser grises como los tuyos pero no superaban ese gris
azulado tan característico del norte y, aunque me sonreía con ternura, nunca
llegó a sentir envidia de él. Nunca le
hablé de ti, sabía que no era prudente, le hable de una madre al otro lado del
muro, de una hermana pequeña que necesitaba mi consuelo y de lo tremendamente
anticomunista que era mi familia. Se apiadó de mí con facilidad, al fin y al
cabo él también había tenido que abandonar a su familia por trabajo, así que hicimos
un trato; Hans haría entrar una carta cada mes y a cambio yo le acompañaría a
merendar todos los domingos.
Nunca supe si te llegaron
mis palabras puesto que nunca me contestaste, pero sé que allí era todo más
difícil. Las noticias que nos llegaban de vuestro lado no eran nada halagüeñas,
con el paso del tiempo palabras como “retraso tecnológico” o “miseria” acompañaban
otros términos como “comunismo”. Estos términos se convirtieron en una
constante de nuestros titulares, pero nuestra situación tampoco era la ideal.
La conflictividad aumento rápidamente, muchos, desesperados por volver a ver a
sus seres queridos, se lanzaban contra el muro y, en él, encontraban la muerte.
La situación económica
mejoraba rápidamente, pero solo para unos pocos. Tú conocías mi situación y,
desgraciadamente, aun no estaba bien visto que una mujer soltera trabajase para
un hombre. Apenas tardaron un par de años en despedirme y, en cuanto cruce la
frontera de los 30, se hizo imposible para mí encontrar un buen trabajo. Podría
haber vendido la casa pero, como te recordaba en cada carta, aquel había sido
el hogar de todos nuestros encuentros y deshacerme de ella hubiese sido como
perderte de nuevo.
Hans insistía cada
domingo. “Cásate conmigo y te convertiré en la esposa de un oficial” repetía en
cada velada. Yo me reía, siempre me reía pues él era bastante divertido, pero no
me le tomaba en serio. Con el paso de los años las cartas seguían mandándose,
una tras otra y tú no contestabas. Cada mes Hans me decía que era más difícil
que cualquier artículo traspasase el muro y algunos meses directamente ni lo
intentaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que sospechaba de mí, me di
cuenta de que empezaba pensar que otro hombre ocupaba mi corazón, pero no quise
darle importancia. Dejé que pasaran los domingos hasta que una tarde lluviosa
de diciembre directamente me preguntó si esos dos años me había estado riendo
de él, dándole falsas esperanzas para aprovecharme de su puesto en el ejército.
Me miraba duramente, como miraba a sus subordinados cuando les daba
órdenes, pero yo ya había aprendido a
mirar más allá y sus ojos estaban llenos de tristeza. Por un momento, me
recordó a mí, a nosotros y maldije ese maldito Schandmauer que nos había condenado a todos a una vida miserable. Y
mentí, mentí desesperadamente intentando que nadie más saliese herido con todo
esto, mentí y le dije que no había nadie a quien amase, que mi corazón estaba
vacío y que si alguien podría ocuparlo ese era, sin duda, él.
A partir de ese momento
todo fue demasiado rápido. Las meriendas de domingo se convirtieron en visitas
diarias, salidas a comer y flores en mi puerta. Mi situación económica
empeoraba, la renta que mis padres me habían dejado apenas me daba para
subsistir, mis manos, cada vez más secas y ajadas, empezaron a sufrir de una
extraña enfermedad que me impedía coser de manera correcta, ya ni siquiera
podía contar con los ingresos extra que la costura me proporcionaba. Los
acontecimientos se sucedieron sin apenas ser consciente de hacia dónde me
dirigía. En apenas unos meses, él se arrodillo temblando ante mí y temblando,
como un niño esperando a que Kris Kringle
visité su hogar, puso un anillo en mi dedo y me rogó que me uniese a él en
sagrado matrimonio. ¿Qué podía hacer ante eso? Sé que lo honesto hubiese sido
rechazarlo amablemente, inventarme cualquier excusa y rechazar la santa unión,
pero entonces la única esperanza, la única manera de ponerme en contacto
contigo, habría llegado a su fin. Le dije que sí. Mientras su cara se llenaba
de la felicidad más pura, sentí como lo poco que quedaba de mi corazón se
desgajaba en mil pedazos.
Me casé y pasaron los
años, tuve hijos e incluso viaje a Francia a ver el mar. Me negué a vender la
casa de mis padres pero estar con él en ella habría sido traicionarnos. De vez
en cuando me escapaba a visitarla y me ponía el vestido blanco que tanto te gustaba,
ese que parecía flotar, con la esperanza de volver a verte. Nunca perdí esa
esperanza. Mi vida iba pasando
lentamente entre pañales y reuniones para tomar el té, pero nada de eso me
importaba. Cuando miraba a lo lejos y veía el muro, mi corazón dolía tanto que tenía que apartar la mirada
para derribarlo con mi voz.
Han pasado más de 28 años.
28 años sin poder abrazarte. 28 años amándote en silencio. Han pasado más de 28
años y esta noche las estrellas brillan más que ninguna. Mi pelo rubio ya no es
tan rebelde y mi sonrisa ha pasado por demasiados sin sabores, pero todavía
puedo ponerme el vestido blanco y mis piernas son fuertes para correr. Mi corazón late rápido y
corro como si alguien me persiguiese, intentando, a cada paso, retroceder los
años robados. Veo el camino, nuestro camino. Y al final del camino…
[ Björn Waas]
¿Dónde huyeron los
atardeceres, mein prinzessin? ¿Por
qué nos robaron todos los sueños de futuro? Miro el bolsillo de mis pantalones
marrones y ahí sigue el anillo que jamás te regale. Tú decías no querer
casarte, decías que no lo necesitábamos al igual que los pájaros no necesitaban
un nido para amarse, pero desde pequeño había aprendido a saber si mentías y
tus ojos brillaban cuando veíamos a las novias salir de las iglesias. También
supe siempre cuando te hacías la dormida pero lucias tan hermosa con esa
expresión de paz que prefería observarte en silencio.
La última tarde fue la más
hermosa de todas, tu llevabas aquel vestido con el que parecías un ángel y yo
no podía dejar de pensar en lo muchísimo que te amaba. Sabía que tenías que
irte pero mi mente no dejaba de pensar en maneras de retenerte a mi lado.
Quizás fuese la seguridad de que el lunes, tras mi primer día de trabajo,
volvería a abrazarte lo que permitió que la despedida no fuera tan dura. El
lunes, el lunes iba a ser el día en el que todo cambiaría; me presentaría ante
ti con la camisa azul y te llevaría a merendar bajo nuestro árbol, habría
cubierto todo de margaritas y te haría sentarte entre ellas para arrodillarme
ante ti.
Había planeado cada
segundo de nuestra vida en función a tus deseos: trabajaría duro y montaría ese
taller de costura que siempre habías querido, viviríamos en casa de tus padres
y disfrutaríamos de nuestro amor en solitario hasta que decidiésemos tener
hijos, una pequeña niña a la que nunca podría decir que no. Todo sería perfecto
y cuando discutiésemos te regalaría un libro de poemas para que volvieses a
quererme. Pero ellos lo destruyeron todo. Ellos la mataron sin ni siquiera haber
nacido.
Paralizaron nuestro
destino en apenas una noche. Nunca pensé que se cobrarían en nuestras carnes
los pecados de nuestros padres, pero así fue. No les basto con entregar nuestro
gobierno a otros países, con poner nuestras vidas en manos de los que nos
habían destruido, no les basto la humillación mundial, ellos necesitaban más,
siempre más. El Antifaschistiescher
Schutzwall lo llamarón, dijeron que
era para protegernos de los “malos” y no quisieron oír nuestros gritos
disconformes, así que acallaron a aquellos que hablaban demasiado alto.
Para protegernos cortaron
todas las comunicaciones pero tus cartas llegaban sin saber cómo. Cartas
amables y llenas de amor capaces de hacerme sonreír una vez al mes. Conteste a
cada una de las cartas pero, por mucho que lo intentase, ningún soldado arriesgaba
su vida a cambio de nada y los salarios no permitían lujos. Así que todos los
meses cogía mi carta y la guardaba en un cajón, carta tras carta iban siendo
atadas con un lazo rojo esperando a poder ser enviadas.
Pensaba en ti
constantemente y aprendí a rezar a la
fuerza solo porque los dioses te dieran una vida mejor a la que yo estaba
viviendo. Mi padre nunca apoyo el comunismo, era demasiado mayor como para
confiar en las ventajas del socialismo y demasiado valiente como para quedarse
parado, así que no tardaron en llevárselo de casa. Nunca supimos donde le
llevaron pero desde la noche en que los miembros de la Stasi entraron en casa, tuvimos claro que no volveríamos a verle.
Yo me hice cargo de mi familia y poco a poco conseguimos salir de la miseria
hasta vivir cómodamente pero sin lujos, los lujos aquí eran terreno vedado por
los miembros del gobierno. Todos notábamos como cada vez nos parecíamos menos a
lo que habíamos sido, ni siquiera el cine se parecía a lo que habíamos visto
anteriormente pero conseguimos acostumbrarnos a esa vida.
Con esfuerzo conseguimos
conservar nuestra casa, no me hubiese permitido perderla. Todas las noches
salía al porche y miraba las estrellas, que eran las mismas estrellas para los
dos, e imaginaba que algún día podríamos encontrarnos en ellas sin miedo a que un
muro nos separase. En alguna ocasión,
tras la constante insistencia de mi hermana, salía a pasear con alguna de sus
amigas para invitarlas a un batido y, la verdad, no te voy a negar que algunas
de ellas eran hermosas pero no caminaban como tú, no reían como tú y, sobre
todo, no tenían esa manera de, con una mirada, ver a través de las personas.
Aunque no estaba solo pues
Evelyn cuidaba de mí, nada podía llenar el vacío que tú habías dejado en mí. Es
por ello que una noche sin luna aprovechando que los guardias, tras varios
años, ya no estaban tan alertas y harto de esperar que ese muro cayera por sí
solo, intente escalarlo. Corrí todo lo rápido que pude, ignorando el dolor de
mis piernas ante el esfuerzo, y salté todo lo alto que pude usando mis manos y
pies para subir rápido. Ya había tocado la parte superior, ya veía el otro
lado, cuando algo atravesó el aire e impacto contra mi pierna. El dolor era
demasiado y yo no estaba preparado para ello, caí sin remedio y quedé
inconsciente tendido en el suelo. No se acercaron, ni para ayudarme ni para
rematarme, tan solo me dejaron allí tendido como aviso para el resto de la
población. A la mañana siguiente desperté en la habitación de casa, a donde
Evelyn me había llevado junto a su novio. No sé qué hubiese sido de mi todo este
tiempo sin mi hermana, estoy seguro que fue gracias a ella que no perdí la
pierna.
Aprendí a callar, a mirar al suelo mientras caminaba.
No podía dejarla sola y yo era la única familia que la quedaba así que me
confine a una vida tranquila, una vida organizada en torno al trabajo y a las
facturas y, con el paso de los años, a los sobrinos que me dio. Tan solo por
las noches me permitía soñar con un gran ruido que tirase abajo todos los muros
y me permitiese, de una vez, arroparte entre mis brazos. Pero jamás pensé que
ese ruido llegase esta noche.
[Die Wende]
Hace apenas una hora que
ejecutamos la orden. Aún no me creo que todo esto esté pasando pero ni mis
sueños podrían haber creado esta escena: miles de personas corren por toda la
ciudad de un lado a otro, ya no se ve miedo en sus ojos al acercarse a nosotros
e incluso los guardias fronterizos se abrazan sin importar su gobierno. Nos encargaron
mantener el orden pero la tendencia general ha sido desistir ante la euforia
colectiva. Ya no hay fuerza ni armas que pueda contener el cambio.
Veo el centro de la ciudad
desde mi puesto y puedo intuir la locura pero, afortunadamente, mi puesto está
situado en una zona mucho más tranquila, a las afueras entre dos pequeños
barrios unidos por un camino. Algunos ya han cruzado sin alboroto, al principio
con miedo pero felices al ver que nadie levantaba su arma contra ellos: gente
de todas las edades y clases sociales, altos y bajos, mujeres, niños y hombres,
todos abrazándose y preguntando por sus seres queridos. Es una visión hermosa.
Entre todos los que cruzan
veo una mujer. Lleva un vestido blanco que sin duda ha pasado por tiempos
mejores y, aunque su cuerpo no es joven, corre como si tuviese veinte años.
Cuando llega al muro y se para ante los escombros, sus ojos se llenan de
lágrimas pero sonríe de tal forma que me hace ver que, años atrás, fue hermosa.
Sin poder remediarlo, mi mirada sigue la suya y puedo ver a un hombre mayor que
cojea hacia nosotros todo lo rápido que le permite su pierna. Lleva unos
pantalones marrones y no saca la mano del bolsillo, pareciese que en él
guardase su propia vida por como aprieta el puño.
Al llegar a los escombros,
se queda parado ante ella pero sin cruzarlos y yo me alejo despacio y sin hacer
ruido pues me siento como un intruso en la habitación de unos novios la noche
de bodas. Ambos se miran como si buscasen algo en el otro pero sin moverse
durante un par de minutos en los que tan solo se oye a unos búhos ulular a lo lejos. Cuando por fin se
mueven, sus pasos son lentos pero firmes hasta que, por fin, unen sus manos
frente a ellos, acariciando los dedos del otro. Posteriormente acarician sus
mejillas mutuamente y, por como lo hacen,
podría decirse que tienen miedo a romperse el uno al otro. Pero hoy el
miedo ha perdido la batalla; hoy, con un beso, el mundo renace.
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