viernes, 29 de junio de 2012

Gris Sobre Verde.

[Lieselotte Moritz]
Aún recuerdo el último 12 de agosto. Ajenos al mundo, perdidos en aquella cama,  tú veías como la luz entraba por las ventanas y, colándose por las sabanas, acariciaba nuestra piel. Yo, sin embargo, me hacía la dormida con los ojos cerrados.
-                     Yo también te quiero – susurre en respuesta a tus caricias.
Me encantaba esa manía tan tuya de escribir con tus dedos en mi piel, a veces solo eran tonterías y otras las más bellas declaraciones de amor escondidas en un simple “te quiero”.
-                     Pensé que dormías.
Noté cierta culpabilidad en tus palabras y no pude evitar sonreír. Te miré y no pude menos que robarte un beso al ver tus ojos grises brillar enamorados. Tus brazos se cernieron a mi cintura pegándome más a ti mientras aprovechabas ese acercamiento para besarme. Tus labios acariciaban los míos suave pero profundamente, haciendo que todos los problemas de nuestro alrededor se esfumaran como pequeñas volutas de humo. Nada importaba excepto nuestras pieles. ¿Qué podía importarnos en aquellos momentos el mundo que nos rodeaba? La guerra había acabado y todos empezábamos a olvidar las desgracias que nuestros padres habían avalado y, aunque todavía sufriéramos en nuestras carnes el acoso económico de las potencias, los atardeceres eran lo demasiado hermosos como para pensar en el futuro.  Aquellos momentos eran nuestros y éramos demasiado jóvenes como para pensar que podrían arrebatárnoslos.  
Quizás si hubiera sabido lo que iba a ocurrir, no te hubiese dejado abandonar la casa aquella tarde. Te habría retenido entre mis brazos y mis besos, mis piernas y mis brazos se hubieran abrazado a ti como una serpiente se encarama al árbol que van a tirar y hubiese tapiado puertas y ventanas para que ni la luz del sol nos pudiera molestar. Pero como todos los sábados al atardecer, me puse el sombrero y el vestido de lino blanco para que el sol no me molestase, las ondas rubias de mi pelo se asomaban rebeldes a mi rostro  y tú te reías de ello mientras ajustabas tus tirantes. Caminamos por el camino que llevaba desde mi casa hasta la tuya, las flores que habían crecido durante la primavera aún nos brindaban un suave aroma y la hierba era tan verde que no pude resistirme a quitarme los zapatos y correr sobre el como una chiquilla. Corría delante de ti burlándome de tu lentitud mientras me mirabas sin dejar de sonreír, y entonces me frenaba y me quedaba mirándote como una verdadera estúpida, cegada por los rayos de sol que se reflejaban en tu pelo y en esa sonrisa tuya que eclipsaba a todos los actores del celuloide.
Al llegar a tu casa nos paramos a hablar en el porche hasta que las primeras estrellas alumbraron el cielo. Se nos hacía tarde como siempre pero afortunadamente ningún peligro había entre tu casa y la mía. Un suave beso fue nuestra despedida y mil palabras de amor y promesas de encontrarnos al día siguiente aprovechando que el verano aún no había acabado y los arboles aún podían proporcionarnos su sombra. Cuando volví a casa, aun saboreando tus labios, me pregunté si la felicidad tenía limite y como era posible que nosotros ya la hubiésemos traspasado y, durante apenas un segundo, el corazón se me paró ante la posibilidad de que nuestra historia tuviera un final. Pero en  un corazón joven no hay espacio para la tristeza y, para cuando volví a aquella cama testigo de nuestro amor, la tranquilidad había vuelto a asentarse en mi corazón.
Aun no comprendo como nadie se dio cuenta de lo que sucedió, pero el silencio se hizo cómplice de la barbarie y solo al despertar pude notar que algo no funcionaba como debiera.  Asustada ante el silencio que reinaba por los alrededores, prisa lleve a cabo mis tareas dominicales y me preparé para ir a la iglesia. Pero al salir de casa, pude notar como la felicidad iba abandonando lentamente mi ser. Ante mí, un gran muro se alzaba, un muro que rompía dos el camino entre tu casa y la tuya, que aplastaba las flores que tantas veces habíamos admirado, un muro infinito cuyo final no alcanzaba a ver.
Corrí hacía él, el vestido azul se movía al son de mis pasos y mi pelo, más rebelde que nunca, se escapaba del prieto moño en señal de protesta. Las lágrimas luchaban por salir de entre mis ojos, sin embargo en el fondo de mi corazón aún quedaba un resquicio de esperanza. Nos dejarían salir, creía, nos dejarían unirnos el uno al otro aunque para ello tuviésemos que casarnos, pero daba igual, formaríamos una familia, trabajaríamos duro y viviríamos con lo mínimo en tu lado o en el mío, bajo un gobierno u otro, daba igual mientras estuviésemos juntos. Pero mis esperanzas no tardarían en ser ahogadas. Un soldado caminaba en mi lado del muro, quizás en el tuyo fuese igual, me acerque a él haciendo lo imposible por no llorar y le pregunte por la puerta, me miro a los ojos y no dijo ni una sola palabra. “La puerta”, repetí, “¿dónde está la puerta al otro lado? La puerta del muro”. Su silencio dolía más que  mil cuchillas clavándose en el corazón, y por respuesta tan solo obtuve una negación silenciosa.
Apenas recuerdo más de aquella mañana. Sé que volví a casa y me tumbe en la cama en silencio. Notaba las lágrimas ardiendo mis ojos y mi garganta pero no podía siquiera llorar. ¿Qué sería de mí sin ti? Sin tus besos, ni tus caricias mi horizonte había perdido todo el sentido. Los siguientes días fueron iguales, una sucesión de días en los que el sol no brillaba o quizás sí, si lo hacía, no me importaba. Una mañana tras otra iba a la librería y me ocultaba tras los estantes para que los clientes no huyeran ante mi desesperación, las tardes, por otro lado, las pasaba ante ese maldito conjunto de hormigón, esperando una solución, suplicando piedad a los dioses sacros y paganos, un milagro que derribará aquella construcción y me permitiese siquiera perecer entre tus brazos.
Mi corazón me había condenado y sabía que no podría sobrevivir a esa situación. Con el corazón en un puño escribí la primera carta y la guarde en el bolsillo de tu vestido favorito, ese que al caminar se levantaba un poco y tu decías que parecía flotar con él. De nuevo era sábado pero esta vez el cielo lloraba tu ausencia y las nubes se cernían en torno a una casa que nunca había sido tan gris. Volví al muro y busque al guardia durante unos minutos. No voy a engañarte amor, con el paso de las tardes había notado como cambiaba su forma de mirarme, la pena había dado paso a la curiosidad y la curiosidad al deseo, pero, por favor, no te equivoques pues yo jamás tuve el corazón suficiente como para albergar otra sonrisa que no fuese la tuya. No podía desaprovechar esa oportunidad de comunicarme contigo y sabía que el contacto entre las dos facciones estaba prohibido.
Hablé con él por largo rato. Se llamaba Hans y apenas acababa de cumplir los 30 años. No era mala persona de verdad, tan solo le habían entrenado para cumplir las órdenes de sus superiores, para odiar lo que ellos odiaban sin pensar en las consecuencias. Sus ojos intentaban ser grises como los tuyos pero no superaban ese gris azulado tan característico del norte y, aunque me sonreía con ternura, nunca llegó a sentir envidia de él.  Nunca le hablé de ti, sabía que no era prudente, le hable de una madre al otro lado del muro, de una hermana pequeña que necesitaba mi consuelo y de lo tremendamente anticomunista que era mi familia. Se apiadó de mí con facilidad, al fin y al cabo él también había tenido que abandonar a su familia por trabajo, así que hicimos un trato; Hans haría entrar una carta cada mes y a cambio yo le acompañaría a merendar todos los domingos.
Nunca supe si te llegaron mis palabras puesto que nunca me contestaste, pero sé que allí era todo más difícil. Las noticias que nos llegaban de vuestro lado no eran nada halagüeñas, con el paso del tiempo palabras como “retraso tecnológico” o “miseria” acompañaban otros términos como “comunismo”. Estos términos se convirtieron en una constante de nuestros titulares, pero nuestra situación tampoco era la ideal. La conflictividad aumento rápidamente, muchos, desesperados por volver a ver a sus seres queridos, se lanzaban contra el muro y, en él, encontraban la muerte.
La situación económica mejoraba rápidamente, pero solo para unos pocos. Tú conocías mi situación y, desgraciadamente, aun no estaba bien visto que una mujer soltera trabajase para un hombre. Apenas tardaron un par de años en despedirme y, en cuanto cruce la frontera de los 30, se hizo imposible para mí encontrar un buen trabajo. Podría haber vendido la casa pero, como te recordaba en cada carta, aquel había sido el hogar de todos nuestros encuentros y deshacerme de ella hubiese sido como perderte de nuevo.
Hans insistía cada domingo. “Cásate conmigo y te convertiré en la esposa de un oficial” repetía en cada velada. Yo me reía, siempre me reía pues él era bastante divertido, pero no me le tomaba en serio. Con el paso de los años las cartas seguían mandándose, una tras otra y tú no contestabas. Cada mes Hans me decía que era más difícil que cualquier artículo traspasase el muro y algunos meses directamente ni lo intentaba. Fue entonces cuando me di cuenta de que sospechaba de mí, me di cuenta de que empezaba pensar que otro hombre ocupaba mi corazón, pero no quise darle importancia. Dejé que pasaran los domingos hasta que una tarde lluviosa de diciembre directamente me preguntó si esos dos años me había estado riendo de él, dándole falsas esperanzas para aprovecharme de su puesto en el ejército. Me miraba duramente, como miraba a sus subordinados cuando les daba órdenes,  pero yo ya había aprendido a mirar más allá y sus ojos estaban llenos de tristeza. Por un momento, me recordó a mí, a nosotros y maldije ese maldito Schandmauer que nos había condenado a todos a una vida miserable. Y mentí, mentí desesperadamente intentando que nadie más saliese herido con todo esto, mentí y le dije que no había nadie a quien amase, que mi corazón estaba vacío y que si alguien podría ocuparlo ese era, sin duda, él.
A partir de ese momento todo fue demasiado rápido. Las meriendas de domingo se convirtieron en visitas diarias, salidas a comer y flores en mi puerta. Mi situación económica empeoraba, la renta que mis padres me habían dejado apenas me daba para subsistir, mis manos, cada vez más secas y ajadas, empezaron a sufrir de una extraña enfermedad que me impedía coser de manera correcta, ya ni siquiera podía contar con los ingresos extra que la costura me proporcionaba. Los acontecimientos se sucedieron sin apenas ser consciente de hacia dónde me dirigía. En apenas unos meses, él se arrodillo temblando ante mí y temblando, como un niño esperando a que Kris Kringle visité su hogar, puso un anillo en mi dedo y me rogó que me uniese a él en sagrado matrimonio. ¿Qué podía hacer ante eso? Sé que lo honesto hubiese sido rechazarlo amablemente, inventarme cualquier excusa y rechazar la santa unión, pero entonces la única esperanza, la única manera de ponerme en contacto contigo, habría llegado a su fin. Le dije que sí. Mientras su cara se llenaba de la felicidad más pura, sentí como lo poco que quedaba de mi corazón se desgajaba en mil pedazos. 
Me casé y pasaron los años, tuve hijos e incluso viaje a Francia a ver el mar. Me negué a vender la casa de mis padres pero estar con él en ella habría sido traicionarnos. De vez en cuando me escapaba a visitarla y me ponía el vestido blanco que tanto te gustaba, ese que parecía flotar, con la esperanza de volver a verte. Nunca perdí esa esperanza. Mi vida iba  pasando lentamente entre pañales y reuniones para tomar el té, pero nada de eso me importaba. Cuando miraba a lo lejos y veía el muro, mi corazón  dolía tanto que tenía que apartar la mirada para derribarlo con mi voz.
Han pasado más de 28 años. 28 años sin poder abrazarte. 28 años amándote en silencio. Han pasado más de 28 años y esta noche las estrellas brillan más que ninguna. Mi pelo rubio ya no es tan rebelde y mi sonrisa ha pasado por demasiados sin sabores, pero todavía puedo ponerme el vestido blanco y mis piernas son  fuertes para correr. Mi corazón late rápido y corro como si alguien me persiguiese, intentando, a cada paso, retroceder los años robados. Veo el camino, nuestro camino. Y al final del camino…


[ Björn Waas]
¿Dónde huyeron los atardeceres, mein prinzessin? ¿Por qué nos robaron todos los sueños de futuro? Miro el bolsillo de mis pantalones marrones y ahí sigue el anillo que jamás te regale. Tú decías no querer casarte, decías que no lo necesitábamos al igual que los pájaros no necesitaban un nido para amarse, pero desde pequeño había aprendido a saber si mentías y tus ojos brillaban cuando veíamos a las novias salir de las iglesias. También supe siempre cuando te hacías la dormida pero lucias tan hermosa con esa expresión de paz que prefería observarte en silencio.
La última tarde fue la más hermosa de todas, tu llevabas aquel vestido con el que parecías un ángel y yo no podía dejar de pensar en lo muchísimo que te amaba. Sabía que tenías que irte pero mi mente no dejaba de pensar en maneras de retenerte a mi lado. Quizás fuese la seguridad de que el lunes, tras mi primer día de trabajo, volvería a abrazarte lo que permitió que la despedida no fuera tan dura. El lunes, el lunes iba a ser el día en el que todo cambiaría; me presentaría ante ti con la camisa azul y te llevaría a merendar bajo nuestro árbol, habría cubierto todo de margaritas y te haría sentarte entre ellas para arrodillarme ante ti.
Había planeado cada segundo de nuestra vida en función a tus deseos: trabajaría duro y montaría ese taller de costura que siempre habías querido, viviríamos en casa de tus padres y disfrutaríamos de nuestro amor en solitario hasta que decidiésemos tener hijos, una pequeña niña a la que nunca podría decir que no. Todo sería perfecto y cuando discutiésemos te regalaría un libro de poemas para que volvieses a quererme. Pero ellos lo destruyeron todo. Ellos la mataron sin ni siquiera haber nacido.
Paralizaron nuestro destino en apenas una noche. Nunca pensé que se cobrarían en nuestras carnes los pecados de nuestros padres, pero así fue. No les basto con entregar nuestro gobierno a otros países, con poner nuestras vidas en manos de los que nos habían destruido, no les basto la humillación mundial, ellos necesitaban más, siempre más. El Antifaschistiescher Schutzwall  lo llamarón, dijeron que era para protegernos de los “malos” y no quisieron oír nuestros gritos disconformes, así que acallaron a aquellos que hablaban demasiado alto.
Para protegernos cortaron todas las comunicaciones pero tus cartas llegaban sin saber cómo. Cartas amables y llenas de amor capaces de hacerme sonreír una vez al mes. Conteste a cada una de las cartas pero, por mucho que lo intentase, ningún soldado arriesgaba su vida a cambio de nada y los salarios no permitían lujos. Así que todos los meses cogía mi carta y la guardaba en un cajón, carta tras carta iban siendo atadas con un lazo rojo esperando a poder ser enviadas.
Pensaba en ti constantemente y  aprendí a rezar a la fuerza solo porque los dioses te dieran una vida mejor a la que yo estaba viviendo. Mi padre nunca apoyo el comunismo, era demasiado mayor como para confiar en las ventajas del socialismo y demasiado valiente como para quedarse parado, así que no tardaron en llevárselo de casa. Nunca supimos donde le llevaron pero desde la noche en que los miembros de la Stasi entraron en casa, tuvimos claro que no volveríamos a verle. Yo me hice cargo de mi familia y poco a poco conseguimos salir de la miseria hasta vivir cómodamente pero sin lujos, los lujos aquí eran terreno vedado por los miembros del gobierno. Todos notábamos como cada vez nos parecíamos menos a lo que habíamos sido, ni siquiera el cine se parecía a lo que habíamos visto anteriormente pero conseguimos acostumbrarnos a esa vida.
Con esfuerzo conseguimos conservar nuestra casa, no me hubiese permitido perderla. Todas las noches salía al porche y miraba las estrellas, que eran las mismas estrellas para los dos, e imaginaba que algún día podríamos encontrarnos en ellas sin miedo a que un muro nos separase.  En alguna ocasión, tras la constante insistencia de mi hermana, salía a pasear con alguna de sus amigas para invitarlas a un batido y, la verdad, no te voy a negar que algunas de ellas eran hermosas pero no caminaban como tú, no reían como tú y, sobre todo, no tenían esa manera de, con una mirada, ver a través de las personas.
Aunque no estaba solo pues Evelyn cuidaba de mí, nada podía llenar el vacío que tú habías dejado en mí. Es por ello que una noche sin luna aprovechando que los guardias, tras varios años, ya no estaban tan alertas y harto de esperar que ese muro cayera por sí solo, intente escalarlo. Corrí todo lo rápido que pude, ignorando el dolor de mis piernas ante el esfuerzo, y salté todo lo alto que pude usando mis manos y pies para subir rápido. Ya había tocado la parte superior, ya veía el otro lado, cuando algo atravesó el aire e impacto contra mi pierna. El dolor era demasiado y yo no estaba preparado para ello, caí sin remedio y quedé inconsciente tendido en el suelo. No se acercaron, ni para ayudarme ni para rematarme, tan solo me dejaron allí tendido como aviso para el resto de la población. A la mañana siguiente desperté en la habitación de casa, a donde Evelyn me había llevado junto a su novio. No sé qué hubiese sido de mi todo este tiempo sin mi hermana, estoy seguro que fue gracias a ella que no perdí la pierna.
Aprendí  a callar, a mirar al suelo mientras caminaba. No podía dejarla sola y yo era la única familia que la quedaba así que me confine a una vida tranquila, una vida organizada en torno al trabajo y a las facturas y, con el paso de los años, a los sobrinos que me dio. Tan solo por las noches me permitía soñar con un gran ruido que tirase abajo todos los muros y me permitiese, de una vez, arroparte entre mis brazos. Pero jamás pensé que ese ruido llegase esta noche.


 [Die Wende]
Hace apenas una hora que ejecutamos la orden. Aún no me creo que todo esto esté pasando pero ni mis sueños podrían haber creado esta escena: miles de personas corren por toda la ciudad de un lado a otro, ya no se ve miedo en sus ojos al acercarse a nosotros e incluso los guardias fronterizos se abrazan sin importar su gobierno. Nos encargaron mantener el orden pero la tendencia general ha sido desistir ante la euforia colectiva. Ya no hay fuerza ni armas que pueda contener el cambio.
Veo el centro de la ciudad desde mi puesto y puedo intuir la locura pero, afortunadamente, mi puesto está situado en una zona mucho más tranquila, a las afueras entre dos pequeños barrios unidos por un camino. Algunos ya han cruzado sin alboroto, al principio con miedo pero felices al ver que nadie levantaba su arma contra ellos: gente de todas las edades y clases sociales, altos y bajos, mujeres, niños y hombres, todos abrazándose y preguntando por sus seres queridos. Es una visión hermosa.
Entre todos los que cruzan veo una mujer. Lleva un vestido blanco que sin duda ha pasado por tiempos mejores y, aunque su cuerpo no es joven, corre como si tuviese veinte años. Cuando llega al muro y se para ante los escombros, sus ojos se llenan de lágrimas pero sonríe de tal forma que me hace ver que, años atrás, fue hermosa. Sin poder remediarlo, mi mirada sigue la suya y puedo ver a un hombre mayor que cojea hacia nosotros todo lo rápido que le permite su pierna. Lleva unos pantalones marrones y no saca la mano del bolsillo, pareciese que en él guardase su propia vida por como aprieta el puño.

Al llegar a los escombros, se queda parado ante ella pero sin cruzarlos y yo me alejo despacio y sin hacer ruido pues me siento como un intruso en la habitación de unos novios la noche de bodas. Ambos se miran como si buscasen algo en el otro pero sin moverse durante un par de minutos en los que tan solo se oye a unos  búhos ulular a lo lejos. Cuando por fin se mueven, sus pasos son lentos pero firmes hasta que, por fin, unen sus manos frente a ellos, acariciando los dedos del otro. Posteriormente acarician sus mejillas mutuamente y, por como lo hacen,  podría decirse que tienen miedo a romperse el uno al otro. Pero hoy el miedo ha perdido la batalla; hoy, con un beso, el mundo renace. 

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