domingo, 1 de abril de 2012

Perdida entre las estrellas.

Adoraba esa sensación, ese dulce dolor de la partida, sentir sus miradas en la espalda cuando marchaba decidida hacia una nueva vida, hacia un nuevo amor. Cada uno era diferente pero en todos veía la misma cara de sorpresa, la misma mirada triste, las mismas ganas contenidas de retenerla junto a sí.
Muchas veces se había preguntado por qué lo hacía, por qué les atraía hacia ella como la luz atrae a las moscas, por qué les dejaba revolotear a su alrededor y por qué se enamoraba profundamente de cada uno de ellos durante un breve instante de tiempo; pero jamás había encontrado una respuesta satisfactoria. Algunos psicólogos la hablaban de complejos afectivos por una mala infancia, otros preguntaban sobre acoso sexual e incluso uno llego a insinuar que había sufrido abusos de pequeña por algún familiar, valiente tontería. En esa vida vacía y monótona que vivía, la posibilidad de enamorarse era lo único que la mantenía a flote y la hacía soñar de nuevo, con cada uno de ellos sonreía como nunca antes había sonreído e incluso se permitía pensar en las noches de lluvia cuando la abrazaban en la cama, que ese era el verdadero hombre de su vida, que era único como la luna, pero en el fondo todos eran estrellas y ella merecía el cielo entero.
Sus amigos decían que no sabía amar, que tan solo la importaban sus zapatos y llevar los labios perfectamente pintados, pero ellos no sabían nada. Ella amaba, amaba tanto que llego a enamorarse del amor, y por eso mismo era que no podía enamorarse de un solo hombre, eso significaría renunciar a miles de posibles amores. ¿Cómo iba a hacerse  eso a ella misma? ¿Cómo conformarse con estrellas cuando ella era una luna llena enorme y misteriosa?
Aquel chico era especial, especial de verdad, o al menos eso se repetía a si misma mientras se alejaba entre la niebla. Sus ojos azules se habían humedecido cuando ella le regalo aquel último beso, y sus últimas palabras, tan dulces y sinceras, se habían grabado suavemente en su piel como una calcomanía que a los tres días desaparecería sin dejar más recuerdo. Echaría de menos sus besos y su forma de abrazarla por las noches como si entendiera todo y quisiera protegerla de sí misma, extrañaría el desayuno en la cama y aquella maldita perfección que en ocasiones la sacaba de quicio, la hacía sentir pequeña y grande a la vez.
                Se pintó los labios mientras caminaba, rojos y perfectos, a juego con sus uñas y sus tacones, con los ojos tapados por las gafas de sol nadie podría reconocerla entre la niebla. Cogió su maleta ya preparada, los billetes de tren y camino hasta la estación camuflándose entre la niebla y el humo de su cigarro.

                Una vez más lo había conseguido, huía, sufría, estaba viva. Una vez más. 

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