Tu piel era como el merengue; blanca,
dulce y tan suave que daba miedo acariciarla con demasiada fuerza. En aquel
parque, rodeadas de almendros y con la
ciudad a nuestros pies, podíamos pasar horas entrelazando los dedos, tumbadas
una junto a la otra buscando el significado de las nubes, coloreando el mundo
que nos rodeaba con la inocencia de nuestros besos. Es curioso como, de
aquellos cuatro años, tan solo te recuerdo en verano. Recuerdo el sol dando luz
a tu pelo que se movía sin necesidad de viento haciéndote ver como un fotograma
de una película indie, una de esas
que siempre sonaba de fondo y nunca llegábamos a ver.
¿Recuerdas cómo empezó todo? Creo
que fue mucho antes de lo que nos imaginamos. El primer recuerdo que tengo de
ti es en clase, con el uniforme y rodeada de gente, haciendo reír a los que te
rodeaban, inconsciente de tu belleza, de tu magnetismo. Tardé tiempo en darme
cuenta de que no éramos tan diferentes. Al principio pensé que te regodeabas en
su adoración, eras demasiado guapa para tener algo en la cabeza; hasta que un
día, el destino, tu simpatía y mi collar de Misfits
decidieron mostrarme tu fascinación. Las dos buscábamos lo mismo, una amiga con
la que estar en silencio los días de lluvia, un refugio que nos permitiese
desvestirnos de toda máscara. Podíamos pasear durante horas sin dejar de
hablar. El Paseo Zorrilla nos parecía un lugar pequeño y bullicioso pero sus bocacalles
nos permitían perdernos, caminar hasta
encontrar un lugar nuevo en el que poder estar a solas; ese era mi momento
favorito, cuando, en silencio y solas, compartíamos nuestra intimidad.
No recuerdo la primera vez que
nos cogimos de la mano, si fuiste tú o fui yo quien inició el roce, pero poco a
poco se convirtió en costumbre. En cuanto nos quedábamos a solas nuestras manos
se buscaban, se entrelazaban y acariciaban suavemente, aprendiéndonos cada
arruga, cada marca de nuestra piel. Aprendí a quererte por tus silencios, por
esa oscuridad que te embargaba cuando callábamos y mirabas al horizonte
intentando hallar una respuesta coherente a todas las preguntas que jamás
pronunciábamos; era esa oscuridad, ese silencio sempiterno lo que daba
verdadero valor a tu risa.
Tardamos un año en hacernos
mayores, el alcohol entró en la ecuación pero, mientras nuestras compañeras
bailaban para atraer la atención de los chicos, nosotras bailábamos para
nosotras mismas, como excusa para estar más cerca la una de la otra. A veces
bebíamos solas, la una con la otra, en uno de esos rincones perdidos; el Parque
de los Almendros se volvió nuestro favorito el día que nos besamos. Creo que,
en ese momento, pude ver la oscuridad de tus ojos irse para nunca volver y,
supongo, que con ella se fugó la tristeza de los míos.
Cada vez quedábamos más tiempo a
solas. Nunca hablábamos de nosotras, jamás nos definimos como pareja, no nos
hacía falta. Yo te quería y tú me querías, éramos leales la una con la otra y
el resto, bueno, el resto era demasiado insignificante para nosotras.
Fantaseabas con irte de aquí, decías que Valladolid se nos quedaba pequeña, que
nos merecíamos mucho más, y lo decías
tan sentida que no era capaz de llevarte la contraría. Tus ojos brillaban más
que nunca cuando hablabas de pasear por Londres cogidas de la mano, decías que
la niebla de allí sería un suave manto que nos acogería cálido, no como la de aquí
que se metía en los huesos y nos hacía temblar. Yo sospechaba que no odiabas la
ciudad si no a la gente que nos rodeaba, que no querías huir de estas calles si
no del miedo a que nos viesen juntas, a la reacción de tus padres, de nuestros
amigos. Cuanta razón tenías.
Durante mucho tiempo pensamos que habíamos conseguido engañarles a
todos. Es cierto que nuestras madres se preguntaban por qué nunca íbamos a casa
de otra amiga a dormir, por qué cerrábamos las puertas para ver una película,
pero ¿acaso no estábamos en esa edad rebelde? Sencillamente no querían saber la
verdad, era más fácil así. Fueron nuestras amigas las primeras en darse cuenta,
al principio solo eran bromas sobre lo raritas que éramos con nuestros paseos y
conciertos, sobre nuestra simulada abstinencia y como espantábamos a los chicos
que se atrevían a interrumpir nuestras conversaciones. En estos momentos volvía
a ver el miedo en tus ojos, notaba como tu risa no era real y rezaba por tener
el valor para acallar las voces que te hacían infeliz.
No quiero recordar como todo se
desvaneció, aquel 21 de septiembre cuando acabo el verano. Todavía guardo la
foto que tus padres encontraron, fue la única respuesta que obtuve la última
vez que intente verte. Supe que te habían enviado a Londres, a un internado
católico, buscando reformarte, buscando alejarnos. Los rumores corrieron como
la pólvora en el colegio y yo no dije nada; el miedo y la tristeza me
paralizaban pero negarte era lo único que no me hubiese perdonado jamás.
El tiempo pasó y rehíce mi vida. Poco a poco y
con el corazón envuelto en tiritas, el viento me obligó a seguir caminando. El
recuerdo de aquellos días se fue desvaneciendo lentamente, convirtiéndose en la
sombra de un pasado lejano, una fantasía de cuya realidad a veces dudo. La
ciudad ha cambiado, ahora hay más luz, nadie se esconde para cogerse las manos
y la gente lucha por defender su amor. Me gusta pensar que nacimos demasiado
pronto. Sin embargo, cuando subo aquí y vuelvo a tener la ciudad a mis pies, sé
que el verano se fue con tu luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario